martes, 13 de septiembre de 2011

Guerreros de Dios

En los días que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, cuando se reanudaron las clases, muchos de mis alumnos se hacían la misma pregunta: “¿Por qué nos odian?”. Y me lo preguntaban a mí, como si yo pudiera arrojar un poco de luz en tanto caos. En las clases habíamos hablado de la Escuela de las Américas, del papel de Estados Unidos en las dictaduras de Latinoamérica; yo les había hablado de la Guerra del Golfo, que para muchos era prehistoria; habíamos tenido discusiones sobre la libertad de expresión o la falta de ella en el país que se considera el más democrático del mundo; habíamos visto ejemplos de censura en la televisión y el cine, manipulación de datos, ocultamiento de escándalos, teorías conspiratorias. Pero entonces tocó hablar de cosas que no querían oír y de las que nunca habían hablado con tanta claridad: de la política de Bush padre, de la de Clinton, de la de Bush hijo, la Santísima Trinidad que estaba detrás de tanta destrucción. Algunos de mis alumnos se negaban a admitir lo obvio, pero otros abrieron los ojos y vieron por primera vez una realidad que jamás habían intuido ni deseado descubrir acerca de su propio país. Les dije que el ataque a las torres era una ignominia, una aberración, un acto perverso, pero también les dije que podía ser la excusa perfecta para que Estados Unidos invadiera otros territorios, como había ocurrido antes, como pasó en África, y en el Golfo, y en la Segunda Guerra Mundial. Les dije que Bush hijo iba a continuar lo que había empezado Bush padre y que la liberación de los oprimidos era sólo una forma de ocultar la conquista del petróleo y de las riquezas de otros países.
     

Recuerdo a un chico que quería ser militar y que me preguntó si yo creía que mi país era mejor que Estados Unidos; yo le dije que en algunas cosas sí y que en otras no, pero que en cuestión de política y de guerras, era la misma mierda o peor. Tres años después tendríamos en España las consecuencias del otro trío nefasto, la otra Santísima Trinidad compuesta por Bush, Blair y Aznar. También me acuerdo de otro chico que se negaba a aceptar que la invasión de Afganistán tenía muy poco que ver con llevar la libertad a un pueblo. Ese chico, un mes y pico después vino a mi oficina para hablar conmigo. Parecía muy cansado. Se sentó y me dijo muy serio que en los últimos días había pensado mucho en las cosas que habíamos discutido en clase; también dijo que había estado viendo lo que se decía en la prensa de otros países sobre las razones por las que Estados Unidos había entrado en Afganistán. Me dijo que estaba muy decepcionado con su país y por un momento pensé que iba a echarse a llorar allí mismo. Yo me sentí como si acabara de decirle a un niño que Santa Claus no existe.

Los días que siguieron a los ataques fueron una locura. En la televisión vimos cientos de veces las imágenes de la primera torre ardiendo, del avión estrellándose contra la segunda, de gente saltando por las ventanas de los edificios en llamas; también vimos a seres de ultratumba caminando por la calle cubiertos de polvo y de escombros; nadie quería deducir entonces que entre tanta ceniza había también restos humanos. Oíamos a la gente contar, gritar más bien, que todo era caótico, que había un olor penetrante a carne quemada, que no sabían qué hacer ni a dónde ir; vi que primero todos corrían y que luego se transformaban en un río de lenta consternación. Vi esas imágenes a todas horas, por el día y por la noche, cada día durante muchas semanas. Y mezclada con tanta desolación surgía la rabia, el deseo de venganza, la declaración de guerra.   
 
Sin embargo, nada me pareció más repugnante que las declaraciones de Bush hijo, una y otra vez, confundiendo a la gente, hablando de atacar y de liberar a la vez, hablando de encontrar a Bin Laden y de sacarlo de su madriguera, diciendo que él no iba a permitir que acabaran con la libertad y la democracia. Bush se había convertido en un héroe de repente; el destino se había retorcido hasta el punto de colocarlo a él en lo más alto del pedestal, como a un santo. Fue en una de esas intervenciones de cariz hagiográfico cuando ese individuo empezó a hablar de que iban a llevar a cabo una cruzada contra el terrorismo islámico. Ese término, que pasó desapercibido para la mayoría de los americanos, hizo saltar las alarmas en Europa, donde se sabía muy bien cuál era el alcance de tal alusión. A mí me puso los pelos de punta.
 
A partir de ahí, Bush se convertiría en el mensajero de la divinidad y en su mano armada. Bush estaba convencido, como lo habían estado otros dictadores antes que él, de que era el elegido por Dios para salvar al mundo del mal. Esa actitud mesiánica, esos discursos que apestaban a No-Do, esas frases lapidarias con reminiscencias de la barbarie medieval, pusieron en pie de guerra a miles y miles de americanos que se creían guerreros de la divinidad. Tres años después Sarah Palin defendería con una fiebre similar la guerra de Irak, pero esa es otra triste historia de la que probablemente hable en alguna ocasión.

La vorágine desencadenada por los ataques adquirió proporciones dantescas a lo largo de aquel mes de septiembre. Ya nada volvió a ser como antes. Las imágenes de bombardeos, de destrucción, de cuerpos de civiles mutilados, eran recibidas como compensación por la masacre de las torres. Se estaba asesinando a hombres, mujeres y niños, militares y civiles, sin discriminación alguna, como corresponde a un estado democrático. El enloquecimiento de la gente aumentaba a la par que el número de víctimas, pero a muchos no les afectaba en absoluto porque los muertos no eran personas, sólo musulmanes enemigos de la fe y de la libertad. No podía evitar que en mi cabeza se crearan paralelismos entre lo que estaba viviendo y lo que había leído en las crónicas medievales. Al final Bush sí había conseguido desatar el Averno y resucitar los tiempos de las cruzadas. Seguro que pensó lo mismo que Almaric, el legado del Papa que emprendió la cruzada contra los albigenses, allá por el año 1200, cuando dijo aquello que dicen que dijo: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”.

domingo, 11 de septiembre de 2011

September 11th

Yo vivía en Estados Unidos. Había pasado seis años trabajando y estudiando en Austin, Texas. Después de terminar el doctorado me fui a trabajar a una universidad pequeña de Tennessee que estaba en lo alto de una montaña. Aquel día me levanté, como todos los días, a eso de las 7:30. Puse la radio, fui al baño y desayuné. Después, como todos los días, me metí en la ducha, pero, de repente, me di cuenta de que había algo que no era como todos los días. No había música en la radio; se oía hablar a un locutor atropelladamente, muy nervioso; luego oí la voz de otra persona a la que el locutor le estaba haciendo preguntas a través del teléfono; también hablaba a toda velocidad, casi gritando. Me quedé quieta escuchando atentamente y entonces oí lo que había pasado. Un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center de Nueva York a las 8:45, una hora menos en Sewanee. Era martes, 11 de septiembre de 2011. Poco después de las 8:00, (las 9:00 en Nueva York), dijeron que un segundo avión se había estrellado contra otra de las torres gemelas.

No recuerdo en qué momento se empezó a hablar de ataque terrorista, porque al principio nadie sabía qué había ocurrido ni cómo, pero casi de inmediato todo el mundo supo que algo terrible estaba ocurriendo. Me vestí, cogí mis cosas y me metí en el coche para irme a la Universidad. La radio seguía retransmitiendo información confusa, frases inconexas, gritos sordos. De pronto oí una voz casi rota que repetía una y otra vez “Oh my God, oh my God!”, y luego, “The Pentagon!”. “El Pentágono está ardiendo”. Frené de golpe y me quedé parada escuchando, sin entender qué estaba pasando, cada vez más nerviosa. Otro avión se había estrellado contra el Pentágono.

A medida que me acercaba al Departamento de español (la Facultad donde trabajaba) veía a gente corriendo de un lado a otro, grupitos de estudiantes y profesores que deberían haber estado ya camino de sus respectivas aulas. El corazón me latía muy deprisa, me temblaba todo y no era capaz de pensar con claridad. Cuando estábamos todos los colegas dentro, hablando y tratando de encontrar algún sentido a todo aquello, oímos en la radio que un cuarto avión se había estrellado en Pensilvania. Nos miramos como idiotas, asustados, haciéndonos preguntas con los ojos y sujetando la náusea en el estómago. Nadie había ido a clase; se oía a la gente corriendo y gritando por todos lados; de vez en cuando, en medio de aquella confusión, veías a alguien que se sentaba en el suelo, en los pasillos o afuera, y se echaba a llorar, de nervios, de impotencia, de desesperación.

Eran casi las 9:30. De pronto pensé que en España serían las 16:30, que ya habrían emitido el telediario. Mi madre lo habría visto, seguro. A pesar de que nunca usaba el teléfono del despacho para llamar a casa, ese día no lo pensé dos veces. Marqué el número una y otra vez; no había manera de comunicarse, había sobrecarga. Por la tarde, al llegar a casa, vi que mi madre había dejado dos mensajes preguntando si estaba bien. Para entonces, yo había conseguido contactar con mi familia llamando a Canarias. Les dije que estaba bien, pero no lo estaba. Quería irme a casa.

Me quedé en Estados Unidos un año más. Por aquellas fechas ya sabía que iba a regresar a España, pero aquel remolino desenfrenado de odio y rencor me convenció de que no quería quedarme allí. Mucha gente perdió en los ataques a sus hijos, hermanos, padres, madres, amigos, conocidos. Algunos alumnos míos también perdieron a seres queridos o a conocidos que viajaban en los aviones que se estrellaron o que trabajaban en las torres de Nueva York. Todo el mundo decía que jamás se podría haber imaginado que el fundamentalismo religioso y el ansia de control pudiera llegar a tales extremos. Mientras, yo pensaba que esa locura desproporcionada, ejecutada esta vez por islamistas estólidos, ni era nueva ni era tan ajena a nuestra sociedad como algunos pretendían. Estábamos presenciando la infame repetición de la historia, la misma demencia representada de modo distinto. Los verdugos de ahora llevaban turbantes y enarbolaban el nombre de Alá, así que el mundo occidental al unísono condenaba los atentados y calificaba la masacre como un acto de salvajismo sin precedentes. Sin embargo, todo esto no era más que una manifestación diferente de la misma monomanía. Puede que Alá, Dios, Yahvé o Jehová usen distinta máscara, pero todos sabemos que llevan el mismo collar. El respeto al pluralismo ideológico y religioso queda muy bonito de cara a la galería, para la foto de grupo; de puertas adentro, el dios más grande es el que más fuerza tiene.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Los maltratadores de la lengua

Los profesores de secundaria andan revueltos estos días por culpa de unas declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Quieren obligar a los profesores a dar veinte horas de clase semanales en lugar de dieciocho. La señora presidenta arremetió contra ellos diciendo que la mayoría de la gente trabaja más de veinte horas; huelga decir que la buena señora no tenía ni idea de que esas horas se referían únicamente a las lectivas, no al trabajo total de un profesor (preparación de clases, horas de corrección, reuniones departamentales y con padres, tutorías, etc.). A los pocos días tuvo que pedir perdón por sus desafortunadas sentencias. Pero no acaba ahí el escándalo. Doña Esperanza Aguirre envió una carta hace unos días en la que les pedía a los profesores que reconsideraran su negativa a aceptar el aumento de dos horas de trabajo. Ellos le devolvieron la carta corregida, es decir, marcaron en rojo varios errores de ortografía y además hicieron anotaciones al margen acerca de su falta de claridad en la redacción. Esto ha provocado la risa y la burla de muchas personas, pero a mí me ha hecho sentir vergüenza ajena y me ha dado mucha lástima toda esta situación.

Para empezar, no creo que esa carta la haya escrito Aguirre; se la habrá escrito alguien que trabaja para ella, alguien que debería tener la capacidad y los conocimientos necesarios para desenvolverse sin problemas en su puesto, como corresponde a cualquier trabajador cualificado. Sin embargo, a pesar de tratarse de un comunicado oficial, la persona que ha escrito esa carta no se expresa debidamente. ¿Debería sorprendernos algo así? Pues por un lado sí, porque es obligación de esa persona escribir correctamente; por otro lado, no nos sorprende en absoluto, porque estamos habituados a ver por todas partes escritos mal redactados y con una puntuación que haría suspender a cualquier estudiante de primaria. Y estoy hablando de textos elaborados por profesionales de la escritura, es decir, personas expertas en el manejo de la lengua.    

Tengo la fea costumbre de irritarme cuando estoy viendo las noticias en la televisión y oigo barbaridades gramaticales y léxicas en boca de periodistas y otros peritos del idioma que usan las palabras como herramienta de trabajo. Me enfado muchísimo y me pongo a dar voces como una histérica, gritándole a la pantalla como si la corrección inmediata que yo hago pudiera llegar a oídos de ese maltratador del idioma (no voy a usar continuamente el género masculino y el femenino, lo cual no implica que sea machista). Y mi marido, acostumbrado a esos desvaríos, me da unas palmaditas en el hombro y me dice, conteniendo la risa, en un tono de lo más serio: “No te oyen”. Y yo, que soy de ideas fijas, insisto en gritar: “Pues ojalá me oyeran”.

Entiendo que un reportero que está dando una noticia en directo, sin apenas notas de las que echar mano, pueda cometer errores lingüísticos, eso nos pasa a todos, pero no me entra en la cabeza que los periodistas que están leyendo un guión, escrito por ellos mismos o por otras personas de la profesión, caigan continuamente en errores de gramática o de estructuras, que utilicen mal los pronombres de complemento directo e indirecto, o el vocabulario, o que se empeñen en trastocar los usos del verbo saber y el conocer, por ejemplo.

He oído con frecuencia a reputados periodistas decir cosas como las siguientes: “el huracán que asola la ciudad”, “el incendio que asola la zona”, “el vandalismo asola las calles”, etc. Hasta ahora no he oído jamás a ningún periodista decir correctamente este verbo que, para acabar con el misterio, se conjuga así en el presente de indicativo: asuelo, asuelas, asuela, asolamos, asoláis, asuelan. Fácil, ¿verdad? Pues no hay manera de que lo digan cabalmente. A lo mejor cualquier día, por influencia de la mala conjugación de asolar, empiezan a decir cosas como estas: “100.000 habitantes poblan la ciudad”; “en la escena se ve cómo la madre consola al niño”. Es el mismo tipo de verbo con el mismo tipo de error; o como dicen muchos en la televisión, que también está mal dicho, “mismo tipo de verbo, mismo tipo de error”. ¿Por qué tienen esa obsesión con eliminar el artículo delante del vocablo mismo/a? No lo entiendo.

El día 27 de julio leí en El País la siguiente frase: “La policía encontró en la escena del crimen un segundo arma”. No es la primera vez que veo la palabra “arma” usada como si fuera masculina; y también he visto esa misma querencia en palabras como aula o agua. Para quien no lo sepa, generalmente las palabras que empiezan por “a” o “ha” tónica, son femeninas, aunque usen el artículo masculino singular “el”. La mejor forma de ver que son femeninas es ponerlas en plural (el arma, las armas; el aula, las aulas; el agua, las aguas; el hacha, las hachas) o añadirle un adjetivo que obligatoriamente será femenino (el arma blanca, el aula pequeña, el agua fría, el hacha asesina). Hay alguna excepción, como “arte” (“el arte gótico”), pero el plural también es femenino ("las artes plásticas”). Existen otros casos en los que la regla es diferente, por ejemplo, con adjetivos interpuestos (una descomunal hacha), pero hoy ya vamos a dar por terminada la lección.

Otro de los errores habituales se produce con el uso de la partícula “ex”. Lo curioso es que en el mismo artículo he encontrado la misma palabra escrita de manera correcta e incorrecta. El término que más se repite es “exministro”, que debería estar escrito como “ex ministro”. Eso lo he visto en prácticamente todos los periódicos que leo de vez en cuando, desde los locales hasta los nacionales de gran tirada como El Mundo o El País. En este último encontré publicados el mismo día varios artículos escritos por diferentes periodistas donde aparecía lo siguiente: exdirector, excancilleres, exasesor y expresidente. Para aclararlo diré que sólo hay que separar la partícula “ex” de la palabra para que sea correcto: ex director, ex cancilleres, ex asesor y ex presidente. (NOTA: ver la entrada del día 19 de noviembre de 2011 sobre la modificación de esta regla que ha hecho la Real Academia).

Se está acercando la hora del almuerzo, lo cual significa que me sentaré delante del televisor para seguir las noticias. A ver qué sorpresas lingüísticas me encuentro hoy que me hagan gritar desesperada. Y mi marido, con su sorna habitual, me dirá aquello de “no te oyen”; y yo insistiré en mi deseo obsesivo: “Pues ojalá me oyeran”.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Háblame en cristiano

Acabo de leer que el “Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha dado un plazo máximo de dos meses al Departamento de Enseñanza de la Generalitat para que modifique el sistema educativo con el fin de implantar el castellano como lengua vehicular en las escuelas, junto al catalán”. La aparente urgencia no es tal si tenemos en cuenta que ya se había dictado sentencia al respecto hace más de ocho meses. Por lo visto, ante las quejas de algunos padres, el Tribunal reconoció el derecho a que el español, o castellano, sea usado de manera “equitativa en relación con el catalán en todos los cursos del ciclo de enseñanza obligatoria". De este modo la lengua española no quedaría reducida a una simple asignatura, que es lo que ha venido ocurriendo desde hace tiempo. Esto hizo que uno de los nacionalistas catalanes más acérrimos considerara en su día la medida como “un ataque sin precedentes” (http://www.elpais.com/, 22/12/2010).

Para ataque el que me da a mí cada vez que pienso que los catalanes se empeñan en arremeter contra la democracia alegando un derecho que sólo ellos ven. ¿Por qué yo, siendo española y teniendo el español como lengua oficial del estado, tengo que saber catalán obligatoriamente si quiero viajar a Cataluña? Alguien dirá que no es cierto, pero yo responderé de inmediato que me consta, porque he estado en Barcelona y lo he sufrido, que la mayoría de los carteles oficiales, si no todos, así como carteles publicitarios, folletos informativos, calles, mapas, nombres de establecimientos públicos y estatales y un larguísimo etcétera están escritos única y exclusivamente en catalán. Es verdad que cuando entraba en algún lugar y me dirigía a alguien en español, se me contestaba en español. ¿Pero por qué tengo que contar esto como si fuera una maravillosa anécdota y además sentirme eternamente agradecida de que me hayan hablado en español estando yo en España?

Por lo visto los colegios y centros educativos de Cataluña envían las comunicaciones y cartas en catalán a los padres, como si éstos tuvieran la obligación de saber dos lenguas cuando su único deber, según la Constitución, es conocer la lengua española. Todo el mundo sabe que el catalán también es lengua oficial en esa Comunidad Autónoma, pero quisiera insistir en el vocablo “también” que está muy lejos de la connotación de exclusividad que pretenden otorgarle los nacionalistas catalanes.

Yo soy ferviente defensora de que la gente hable todas las lenguas posibles, de que aprendan más de una desde la infancia, que es cuando mejor se asimilan; abogo por el uso del español como lengua oficial y de todas las demás lenguas del estado y de fuera de él que un individuo sea capaz de utilizar. Me parece un lujo que alguien sepa hablar español y además catalán, o gallego, o vasco; si por añadidura sabe hablar portugués, o inglés o swahili, mi admiración es aún mayor. Creo que es enriquecedor que alguien sepa hablar más de una lengua y, sobre todo, que conozca más de una cultura. Entonces, ¿por qué ese empeño en eliminar el español? ¿Quién les ha otorgado a los catalanes el derecho de negarles a los españoles el uso y disfrute de su lengua en su propio país? ¿Por qué si yo quiero dar clases en Cataluña, o en el País Vasco, o en Galicia, por ejemplo, tengo que dominar obligatoriamente la lengua de esa comunidad para ser admitido en un centro de enseñanza pública obligatoria? ¿Por qué tengo que saber catalán para dar clases de lengua y literatura españolas en mi propio país? ¿Acaso esto no va contra mis derechos constitucionales?      

Lo que ocurrió en este país durante cuarenta años fue una aberración, un crimen que no debería repetirse nunca más. Sabemos que por culpa del afán de imperialismo las lenguas vernáculas se vieron relegadas a un segundo plano con respecto al castellano; peor aún, fueron perseguidas, desterradas, casi asesinadas. Se castigaba a quien usara una lengua que no fuera la del Estado, y el castigado, a veces callado y otras maldiciendo, iba acumulando cada vez más odio hacia su represor. Cuando la democracia enterró aquel pasado abominable, las lenguas vernáculas pudieron salir de su escondite y ser usadas sin tapujos, pero no acribillando el castellano, sino añadiéndose a la que es lengua oficial del Estado. Muerto el perro, se acabó la rabia, o debería haberse acabado. Sin embargo, hay gente que se empeña en implantar la autocracia, por más anacrónico que sea.

Igual que considero demencial la defensa del imperialismo lingüístico del español, me parece un desvarío muy peligroso la paranoia obsesiva de ciertas Comunidades respecto al uso de su lengua autonómica. ¿Cómo es posible que después de padecer tanto tiempo el caudillaje de unos desequilibrados se levanten ahora los que fueron sus víctimas para imponer una dominación similar? No se puede defender la dictadura lingüística de una comunidad y disfrazarla de derecho democrático. Seamos serios, que la transustanciación aquí no tiene cabida: el pan sólo puede ser pan y el vino sólo vino.