sábado, 19 de noviembre de 2011

EX-plicación MAYÚSCULA

Hoy retomamos el tema de las reglas de escritura y de la corrección en el habla, sin ánimo de ofender a nadie ni mucho menos de ser cargante. Mi único propósito es hacer aclaraciones que puedan servir de ayuda a las personas que desean usar la lengua correctamente. Quien no esté interesado puede pasar por alto esta entrada y dedicarse a actividades mucho más lúdicas.

He tenido frecuentes discusiones con mucha gente relacionadas con la acentuación de las palabras mayúsculas. Cada vez que le llamo la atención a alguien porque no ha puesto una tilde necesaria en una letra mayúscula, sistemáticamente me replican lo mismo: “es que las letras mayúsculas no llevan tilde”. Y yo le contesto que sí llevan tilde si les corresponde, exactamente igual que si fueran letras minúsculas. Y ellos atacan de nuevo: “Pues yo de toda la vida he sabido que en las mayúsculas no hace falta poner la tilde”. Y yo contraataco: “Pues que yo sepa, la Academia de la lengua jamás ha dicho que no hubiera que ponerla”. Cuando esta conversación se produce entre un estudiante y yo, la frase que más oigo es esta: “Pues mi profesora ha dicho que sólo llevan tilde las minúsculas”.

Llegados a este punto se me plantea un gran conflicto: ¿le digo que a veces los profesores dicen una cosa y los alumnos interpretan otra? Posible réplica del alumno en cuestión: “Pues ni que yo fuera tonto y no entendiera lo que me dicen”. ¿Le digo que su profesora no se sabe las reglas de acentuación? Posible reacción del alumno: “Pues vaya mierda de profesora”. Y a lo mejor resulta que la buena mujer sí que es buena profesora, pero simplemente no sabía esa regla, quizás porque a ella también se la enseñaron mal y no ha hecho más que repetirla. Ante semejante dilema, si tengo la suerte de tener al alcance de la mano la Ortografía de la lengua española, recurro a lo único que es capaz de convencer a un alumno beligerante: enseñarle el texto publicado por la Real Academia donde se dice que sí, que hay que poner tilde en las letras mayúsculas:  

La acentuación gráfica de las letras mayúsculas no es opcional, sino obligatoria, y afecta a cualquier tipo de texto. Las únicas mayúsculas que no se acentúan son las que forman parte de las siglas; así, CIA (sigla del inglés Central Intelligence Agency) no lleva tilde, aunque el hiato entre la vocal cerrada tónica y la vocal abierta átona exigiría, según las reglas de acentuación, tildar la i.

Si en lugar de esta explicación rápida y simple alguien está interesado en ver el texto completo al respecto, puede encontrarlo en el capítulo IV, párrafo 3.3 de la citada Ortografía.

Por cierto, tengo que hacer una rectificación acerca del uso del prefijo ex- (que aparece en una de mis entradas del blog, concretamente la del 8 de septiembre de 2011, titulada “Los maltratadores de la lengua”). En esa entrada no tuve en cuenta las nuevas reglas de ortografía de la Real Academia, que modifican en parte las que habían establecido al respecto. Aquí va lo nuevo acerca del uso de prefijos:

(…) Las normas aquí expuestas rigen para todos los prefijos, incluido ex-. Para este prefijo se venía prescribiendo hasta ahora la escritura separada (…). A partir de esta edición de la ortografía, ex- debe someterse a las normas generales que rigen para la escritura de todos los prefijos y, por tanto, se escribirá unido a la base si esta es univerbal (exjugador, exnovio, expresidente, etc.), aunque la palabra prefijada pueda llevar un complemento o adjetivo especificativo detrás: exjugador del Real Madrid, exnovio de mi hermana, expresidente brasileño, etc.; y se escribirá separado de la base si esta es pluriverbal: ex cabeza rapada, ex número uno, ex teniente de alcalde, ex primera dama, etc.

En la Ortografía de la lengua española el texto completo se encuentra en el capítulo V, párrafo 2.2.2, en la sección donde se dan los ejemplos con ex-.

Yo no soy experta en ortografía, ni en nada en particular. Hay un montón de reglas de ortografía que no controlo, muchísimas que creo que sé pero que cuando me asomo a ellas tienen tantos matices que al final resulta ser más lo que no sé que lo que domino. Cada vez soy más consciente de la infinidad de lagunas que poseo respecto a la escritura y cada trabajo de corrección que hago se convierte en un tremendo ejercicio de humildad. A veces es desesperante y precisamente porque me doy cuenta de lo difícil que es hablar y escribir correctamente he decidido incluir en mi blog estas breves lecciones, por si sirven de ayuda a quien me lea. Y es que al final, por más que no quiera, me acaba saliendo la vena de profe. La parte buena es que al mismo tiempo que enseño, siempre aprendo algo. Ya lo decía el sabio Gracián: “No hay maestro que no pueda ser discípulo”.

jueves, 27 de octubre de 2011

Halloween: origen y versiones de una tradición milenaria

Hace algún tiempo trabajé como directora de un programa de estudios en Salamanca. A lo largo de siete años tuve que desempeñar muchas labores distintas en ese puesto. Entre mis actividades preferidas con cada uno de aquellos grupos de universitarios estadounidenses estaba la explicación de términos lingüísticos y notas culturales de nuestro país. Lo curioso es que a veces también tenía que explicarles aspectos de la cultura americana y anglosajona que desconocían. Por eso un día decidí contarles qué era Halloween y cuál era el equivalente en otras culturas. Lo que sigue es el texto que escribí para mis estudiantes de entonces (con una leve modificación al final). Espero que aporte información también para alguno de vosotros.
 
 
El día de Halloween tiene su origen en una antiquísima fiesta celta llamada Samhain o Shamhain, que significa “el final del verano”. En aquellos tiempos remotos, ese día marcaba el final de las cosechas y del año celta. También era una celebración en la que se rendía homenaje a los muertos. Duraba desde la puesta de sol del día 31 de octubre hasta el amanecer del 1 de noviembre. Según las creencias celtas, durante esa noche apenas había separación entre el mundo de los muertos y el de los vivos o, dicho de otro modo, se creía que era posible acceder al otro mundo directamente. Son numerosas las leyendas celtas que relatan episodios en los que los mortales entran en contacto con seres del más allá, con seres mágicos (elfos, hadas, duendes…) o incluso tienen el privilegio de viajar en el tiempo gracias a las fuerzas naturales y sobrenaturales que se desencadenan en fechas tan señaladas. Ese carácter sobrenatural se trasladó luego a otros ritos y cultos asociados con la magia y la religión, de ahí que Halloween se conozca también como el Día de las brujas. 
 
 
En esa noche especial se colocaban luminarias en las ventanas y las puertas de las casas que servían para dar la bienvenida a las almas de los seres queridos, pero también funcionaban como amuletos protectores contra los malos espíritus. Cuando los primeros colonos llegaron a Norteamérica, importaron esta tradición, incorporando por primera vez el uso de las calabazas iluminadas. Por cierto, las calabazas, originarias del continente americano, no se conocieron en Europa hasta el siglo XVI.
 
 
Cuando el cristianismo se extendió por Europa adaptó muchas de las fiestas paganas a la nueva religión, ya que la gente se resistía a abandonar sus ritos y cultos ancestrales. Así es como se inicia un sincretismo en el que a los antiguos dioses paganos se les coloca un disfraz con los rasgos de las principales figuras cristianas. Al no poder desterrar la fiesta de Samhain y su fuerte significado simbólico, la Iglesia decidió crear el Día de todos los santos. De este modo, no sólo se recordaba a los difuntos sino que se aprovechaba esta fecha para inculcar en los fieles el miedo a la muerte, recordándoles que tenían que obrar conforme a la doctrina cristiana para no acabar ardiendo en las llamas del infierno. Es un día de oraciones y de visitas al cementerio, una manera de recordar a los seres queridos que ya no están con nosotros. Por eso el día 1 de noviembre hay un montón de gente vendiendo y comprando flores para llevarlas al cementerio y adornar las tumbas de los familiares muertos.
 
 
La idea celta de que en esta fecha desaparecían las fronteras entre el mundo natural y el sobrenatural también se adapta a las nuevas creencias cristianas. Se pensaba que en la víspera de Todos los santos (la noche del 31 de octubre) las almas vagaban a sus anchas por el mundo; incluso se decía que los difuntos salían de sus tumbas para perturbar la paz de los mortales. Por eso los cristianos también desarrollaron su propio sistema de protección contra los espíritus: las campanas de las iglesias tañían durante la noche para espantar a los posibles espectros. Esta tradición se mantuvo en muchos lugares de España hasta no hace muchos años junto con otra que se estableció a partir del siglo XIX: cada año por estas fechas se representaba en el teatro Don Juan Tenorio, del escritor José de Zorrilla. En esta obra del romanticismo español, el elemento mundano y pecaminoso que representa el protagonista queda anulado y transformado gracias a la actuación cristiana de su antagonista, Doña Inés. En esa pieza teatral también desaparecen las fronteras entre este mundo y el más allá, los difuntos se mezclan con los mortales y el elemento sobrenatural se convierte en protagonista. De ahí que se empezara a representar la obra cada año en tan señalado día, aunque la mayoría de la gente no sepa qué tiene que ver este mujeriego empedernido con los difuntos.
 
 
Pero volviendo a la celebración de la fiesta, se dice que en la noche de Samhain, además de las luminarias se dejaba comida en la entrada de las casas, en los altares y en los caminos para que los seres del otro mundo pudieran saciar su hambre. Se dejaban alimentos especialmente para los espíritus perdidos o los que no tenían descendencia. El famoso Día de los muertos, tan celebrado en México y Centroamérica, tiene mucho de esta tradición que combina elementos paganos y cristianos (importados al Nuevo Mundo por los españoles) y aspectos de la cultura precolombina que, al igual que otras muchas culturas, concede un papel primordial a los ritos relacionados con la muerte. Los mexicanos honran a sus difuntos ese día con bailes y comida variada (pan de los muertos, calaveras de dulces o alfeñiques, etc.), pero al mismo tiempo quieren alejarse del miedo que les produce la muerte; por eso han desarrollado una parafernalia que satiriza y ridiculiza todo lo referente al más allá. El artista mexicano José Guadalupe Posada seguramente podría explicarnos muchas cosas al respecto y relacionarlas con sus dibujos de esqueletos y calaveras (aunque él los utilizó principalmente para hacer una crítica mordaz acerca de la sociedad de su época). En Estados Unidos, debido a la influencia de la cultura hispana, en especial de la mexicana, se celebra tanto la fiesta de Halloween como el Día de los muertos.
 
 
Sea cual sea la forma que adopte esta celebración, lo cierto es que a la noche del 31 de octubre se le atribuye un simbolismo especial en culturas muy diferentes. En España no se decoran las casas con calabazas, brujas y seres terroríficos de color negro y anaranjado; ya ni siquiera se tocan las campanas para asustar a los malos espíritus. Sin embargo, cada vez es más habitual encontrar lugares públicos, sobre todo bares y restaurantes, en los que se pueden ver objetos y colores relacionados con esa tradición pagana. En Salamanca, a pesar de que se tiende a conquistar la voluntad de los numerosos estadounidenses que pululan por los pubs, sigue imperando la tradición católica. Así que en lugar de calabazas, alfeñiques o calaveras, se puede degustar la comida típica de estos lares: los famosos huesos de santo (hechos con pasta de almendra, azúcar, yema y otras delicias) o los buñuelos de viento (masa de harina con varios ingredientes que se fríe y que se puede rellenar de nata, crema o chocolate). Si no sabes hacerlos, podrás encontrarlos en cualquier pastelería, aunque es probable que el precio espante a más de un alma en pena. Son nuevos tañidos para tiempos modernos.
 
 
HAPPY   HALLOWEEN!!!

martes, 13 de septiembre de 2011

Guerreros de Dios

En los días que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, cuando se reanudaron las clases, muchos de mis alumnos se hacían la misma pregunta: “¿Por qué nos odian?”. Y me lo preguntaban a mí, como si yo pudiera arrojar un poco de luz en tanto caos. En las clases habíamos hablado de la Escuela de las Américas, del papel de Estados Unidos en las dictaduras de Latinoamérica; yo les había hablado de la Guerra del Golfo, que para muchos era prehistoria; habíamos tenido discusiones sobre la libertad de expresión o la falta de ella en el país que se considera el más democrático del mundo; habíamos visto ejemplos de censura en la televisión y el cine, manipulación de datos, ocultamiento de escándalos, teorías conspiratorias. Pero entonces tocó hablar de cosas que no querían oír y de las que nunca habían hablado con tanta claridad: de la política de Bush padre, de la de Clinton, de la de Bush hijo, la Santísima Trinidad que estaba detrás de tanta destrucción. Algunos de mis alumnos se negaban a admitir lo obvio, pero otros abrieron los ojos y vieron por primera vez una realidad que jamás habían intuido ni deseado descubrir acerca de su propio país. Les dije que el ataque a las torres era una ignominia, una aberración, un acto perverso, pero también les dije que podía ser la excusa perfecta para que Estados Unidos invadiera otros territorios, como había ocurrido antes, como pasó en África, y en el Golfo, y en la Segunda Guerra Mundial. Les dije que Bush hijo iba a continuar lo que había empezado Bush padre y que la liberación de los oprimidos era sólo una forma de ocultar la conquista del petróleo y de las riquezas de otros países.
     

Recuerdo a un chico que quería ser militar y que me preguntó si yo creía que mi país era mejor que Estados Unidos; yo le dije que en algunas cosas sí y que en otras no, pero que en cuestión de política y de guerras, era la misma mierda o peor. Tres años después tendríamos en España las consecuencias del otro trío nefasto, la otra Santísima Trinidad compuesta por Bush, Blair y Aznar. También me acuerdo de otro chico que se negaba a aceptar que la invasión de Afganistán tenía muy poco que ver con llevar la libertad a un pueblo. Ese chico, un mes y pico después vino a mi oficina para hablar conmigo. Parecía muy cansado. Se sentó y me dijo muy serio que en los últimos días había pensado mucho en las cosas que habíamos discutido en clase; también dijo que había estado viendo lo que se decía en la prensa de otros países sobre las razones por las que Estados Unidos había entrado en Afganistán. Me dijo que estaba muy decepcionado con su país y por un momento pensé que iba a echarse a llorar allí mismo. Yo me sentí como si acabara de decirle a un niño que Santa Claus no existe.

Los días que siguieron a los ataques fueron una locura. En la televisión vimos cientos de veces las imágenes de la primera torre ardiendo, del avión estrellándose contra la segunda, de gente saltando por las ventanas de los edificios en llamas; también vimos a seres de ultratumba caminando por la calle cubiertos de polvo y de escombros; nadie quería deducir entonces que entre tanta ceniza había también restos humanos. Oíamos a la gente contar, gritar más bien, que todo era caótico, que había un olor penetrante a carne quemada, que no sabían qué hacer ni a dónde ir; vi que primero todos corrían y que luego se transformaban en un río de lenta consternación. Vi esas imágenes a todas horas, por el día y por la noche, cada día durante muchas semanas. Y mezclada con tanta desolación surgía la rabia, el deseo de venganza, la declaración de guerra.   
 
Sin embargo, nada me pareció más repugnante que las declaraciones de Bush hijo, una y otra vez, confundiendo a la gente, hablando de atacar y de liberar a la vez, hablando de encontrar a Bin Laden y de sacarlo de su madriguera, diciendo que él no iba a permitir que acabaran con la libertad y la democracia. Bush se había convertido en un héroe de repente; el destino se había retorcido hasta el punto de colocarlo a él en lo más alto del pedestal, como a un santo. Fue en una de esas intervenciones de cariz hagiográfico cuando ese individuo empezó a hablar de que iban a llevar a cabo una cruzada contra el terrorismo islámico. Ese término, que pasó desapercibido para la mayoría de los americanos, hizo saltar las alarmas en Europa, donde se sabía muy bien cuál era el alcance de tal alusión. A mí me puso los pelos de punta.
 
A partir de ahí, Bush se convertiría en el mensajero de la divinidad y en su mano armada. Bush estaba convencido, como lo habían estado otros dictadores antes que él, de que era el elegido por Dios para salvar al mundo del mal. Esa actitud mesiánica, esos discursos que apestaban a No-Do, esas frases lapidarias con reminiscencias de la barbarie medieval, pusieron en pie de guerra a miles y miles de americanos que se creían guerreros de la divinidad. Tres años después Sarah Palin defendería con una fiebre similar la guerra de Irak, pero esa es otra triste historia de la que probablemente hable en alguna ocasión.

La vorágine desencadenada por los ataques adquirió proporciones dantescas a lo largo de aquel mes de septiembre. Ya nada volvió a ser como antes. Las imágenes de bombardeos, de destrucción, de cuerpos de civiles mutilados, eran recibidas como compensación por la masacre de las torres. Se estaba asesinando a hombres, mujeres y niños, militares y civiles, sin discriminación alguna, como corresponde a un estado democrático. El enloquecimiento de la gente aumentaba a la par que el número de víctimas, pero a muchos no les afectaba en absoluto porque los muertos no eran personas, sólo musulmanes enemigos de la fe y de la libertad. No podía evitar que en mi cabeza se crearan paralelismos entre lo que estaba viviendo y lo que había leído en las crónicas medievales. Al final Bush sí había conseguido desatar el Averno y resucitar los tiempos de las cruzadas. Seguro que pensó lo mismo que Almaric, el legado del Papa que emprendió la cruzada contra los albigenses, allá por el año 1200, cuando dijo aquello que dicen que dijo: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”.

domingo, 11 de septiembre de 2011

September 11th

Yo vivía en Estados Unidos. Había pasado seis años trabajando y estudiando en Austin, Texas. Después de terminar el doctorado me fui a trabajar a una universidad pequeña de Tennessee que estaba en lo alto de una montaña. Aquel día me levanté, como todos los días, a eso de las 7:30. Puse la radio, fui al baño y desayuné. Después, como todos los días, me metí en la ducha, pero, de repente, me di cuenta de que había algo que no era como todos los días. No había música en la radio; se oía hablar a un locutor atropelladamente, muy nervioso; luego oí la voz de otra persona a la que el locutor le estaba haciendo preguntas a través del teléfono; también hablaba a toda velocidad, casi gritando. Me quedé quieta escuchando atentamente y entonces oí lo que había pasado. Un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center de Nueva York a las 8:45, una hora menos en Sewanee. Era martes, 11 de septiembre de 2011. Poco después de las 8:00, (las 9:00 en Nueva York), dijeron que un segundo avión se había estrellado contra otra de las torres gemelas.

No recuerdo en qué momento se empezó a hablar de ataque terrorista, porque al principio nadie sabía qué había ocurrido ni cómo, pero casi de inmediato todo el mundo supo que algo terrible estaba ocurriendo. Me vestí, cogí mis cosas y me metí en el coche para irme a la Universidad. La radio seguía retransmitiendo información confusa, frases inconexas, gritos sordos. De pronto oí una voz casi rota que repetía una y otra vez “Oh my God, oh my God!”, y luego, “The Pentagon!”. “El Pentágono está ardiendo”. Frené de golpe y me quedé parada escuchando, sin entender qué estaba pasando, cada vez más nerviosa. Otro avión se había estrellado contra el Pentágono.

A medida que me acercaba al Departamento de español (la Facultad donde trabajaba) veía a gente corriendo de un lado a otro, grupitos de estudiantes y profesores que deberían haber estado ya camino de sus respectivas aulas. El corazón me latía muy deprisa, me temblaba todo y no era capaz de pensar con claridad. Cuando estábamos todos los colegas dentro, hablando y tratando de encontrar algún sentido a todo aquello, oímos en la radio que un cuarto avión se había estrellado en Pensilvania. Nos miramos como idiotas, asustados, haciéndonos preguntas con los ojos y sujetando la náusea en el estómago. Nadie había ido a clase; se oía a la gente corriendo y gritando por todos lados; de vez en cuando, en medio de aquella confusión, veías a alguien que se sentaba en el suelo, en los pasillos o afuera, y se echaba a llorar, de nervios, de impotencia, de desesperación.

Eran casi las 9:30. De pronto pensé que en España serían las 16:30, que ya habrían emitido el telediario. Mi madre lo habría visto, seguro. A pesar de que nunca usaba el teléfono del despacho para llamar a casa, ese día no lo pensé dos veces. Marqué el número una y otra vez; no había manera de comunicarse, había sobrecarga. Por la tarde, al llegar a casa, vi que mi madre había dejado dos mensajes preguntando si estaba bien. Para entonces, yo había conseguido contactar con mi familia llamando a Canarias. Les dije que estaba bien, pero no lo estaba. Quería irme a casa.

Me quedé en Estados Unidos un año más. Por aquellas fechas ya sabía que iba a regresar a España, pero aquel remolino desenfrenado de odio y rencor me convenció de que no quería quedarme allí. Mucha gente perdió en los ataques a sus hijos, hermanos, padres, madres, amigos, conocidos. Algunos alumnos míos también perdieron a seres queridos o a conocidos que viajaban en los aviones que se estrellaron o que trabajaban en las torres de Nueva York. Todo el mundo decía que jamás se podría haber imaginado que el fundamentalismo religioso y el ansia de control pudiera llegar a tales extremos. Mientras, yo pensaba que esa locura desproporcionada, ejecutada esta vez por islamistas estólidos, ni era nueva ni era tan ajena a nuestra sociedad como algunos pretendían. Estábamos presenciando la infame repetición de la historia, la misma demencia representada de modo distinto. Los verdugos de ahora llevaban turbantes y enarbolaban el nombre de Alá, así que el mundo occidental al unísono condenaba los atentados y calificaba la masacre como un acto de salvajismo sin precedentes. Sin embargo, todo esto no era más que una manifestación diferente de la misma monomanía. Puede que Alá, Dios, Yahvé o Jehová usen distinta máscara, pero todos sabemos que llevan el mismo collar. El respeto al pluralismo ideológico y religioso queda muy bonito de cara a la galería, para la foto de grupo; de puertas adentro, el dios más grande es el que más fuerza tiene.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Los maltratadores de la lengua

Los profesores de secundaria andan revueltos estos días por culpa de unas declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Quieren obligar a los profesores a dar veinte horas de clase semanales en lugar de dieciocho. La señora presidenta arremetió contra ellos diciendo que la mayoría de la gente trabaja más de veinte horas; huelga decir que la buena señora no tenía ni idea de que esas horas se referían únicamente a las lectivas, no al trabajo total de un profesor (preparación de clases, horas de corrección, reuniones departamentales y con padres, tutorías, etc.). A los pocos días tuvo que pedir perdón por sus desafortunadas sentencias. Pero no acaba ahí el escándalo. Doña Esperanza Aguirre envió una carta hace unos días en la que les pedía a los profesores que reconsideraran su negativa a aceptar el aumento de dos horas de trabajo. Ellos le devolvieron la carta corregida, es decir, marcaron en rojo varios errores de ortografía y además hicieron anotaciones al margen acerca de su falta de claridad en la redacción. Esto ha provocado la risa y la burla de muchas personas, pero a mí me ha hecho sentir vergüenza ajena y me ha dado mucha lástima toda esta situación.

Para empezar, no creo que esa carta la haya escrito Aguirre; se la habrá escrito alguien que trabaja para ella, alguien que debería tener la capacidad y los conocimientos necesarios para desenvolverse sin problemas en su puesto, como corresponde a cualquier trabajador cualificado. Sin embargo, a pesar de tratarse de un comunicado oficial, la persona que ha escrito esa carta no se expresa debidamente. ¿Debería sorprendernos algo así? Pues por un lado sí, porque es obligación de esa persona escribir correctamente; por otro lado, no nos sorprende en absoluto, porque estamos habituados a ver por todas partes escritos mal redactados y con una puntuación que haría suspender a cualquier estudiante de primaria. Y estoy hablando de textos elaborados por profesionales de la escritura, es decir, personas expertas en el manejo de la lengua.    

Tengo la fea costumbre de irritarme cuando estoy viendo las noticias en la televisión y oigo barbaridades gramaticales y léxicas en boca de periodistas y otros peritos del idioma que usan las palabras como herramienta de trabajo. Me enfado muchísimo y me pongo a dar voces como una histérica, gritándole a la pantalla como si la corrección inmediata que yo hago pudiera llegar a oídos de ese maltratador del idioma (no voy a usar continuamente el género masculino y el femenino, lo cual no implica que sea machista). Y mi marido, acostumbrado a esos desvaríos, me da unas palmaditas en el hombro y me dice, conteniendo la risa, en un tono de lo más serio: “No te oyen”. Y yo, que soy de ideas fijas, insisto en gritar: “Pues ojalá me oyeran”.

Entiendo que un reportero que está dando una noticia en directo, sin apenas notas de las que echar mano, pueda cometer errores lingüísticos, eso nos pasa a todos, pero no me entra en la cabeza que los periodistas que están leyendo un guión, escrito por ellos mismos o por otras personas de la profesión, caigan continuamente en errores de gramática o de estructuras, que utilicen mal los pronombres de complemento directo e indirecto, o el vocabulario, o que se empeñen en trastocar los usos del verbo saber y el conocer, por ejemplo.

He oído con frecuencia a reputados periodistas decir cosas como las siguientes: “el huracán que asola la ciudad”, “el incendio que asola la zona”, “el vandalismo asola las calles”, etc. Hasta ahora no he oído jamás a ningún periodista decir correctamente este verbo que, para acabar con el misterio, se conjuga así en el presente de indicativo: asuelo, asuelas, asuela, asolamos, asoláis, asuelan. Fácil, ¿verdad? Pues no hay manera de que lo digan cabalmente. A lo mejor cualquier día, por influencia de la mala conjugación de asolar, empiezan a decir cosas como estas: “100.000 habitantes poblan la ciudad”; “en la escena se ve cómo la madre consola al niño”. Es el mismo tipo de verbo con el mismo tipo de error; o como dicen muchos en la televisión, que también está mal dicho, “mismo tipo de verbo, mismo tipo de error”. ¿Por qué tienen esa obsesión con eliminar el artículo delante del vocablo mismo/a? No lo entiendo.

El día 27 de julio leí en El País la siguiente frase: “La policía encontró en la escena del crimen un segundo arma”. No es la primera vez que veo la palabra “arma” usada como si fuera masculina; y también he visto esa misma querencia en palabras como aula o agua. Para quien no lo sepa, generalmente las palabras que empiezan por “a” o “ha” tónica, son femeninas, aunque usen el artículo masculino singular “el”. La mejor forma de ver que son femeninas es ponerlas en plural (el arma, las armas; el aula, las aulas; el agua, las aguas; el hacha, las hachas) o añadirle un adjetivo que obligatoriamente será femenino (el arma blanca, el aula pequeña, el agua fría, el hacha asesina). Hay alguna excepción, como “arte” (“el arte gótico”), pero el plural también es femenino ("las artes plásticas”). Existen otros casos en los que la regla es diferente, por ejemplo, con adjetivos interpuestos (una descomunal hacha), pero hoy ya vamos a dar por terminada la lección.

Otro de los errores habituales se produce con el uso de la partícula “ex”. Lo curioso es que en el mismo artículo he encontrado la misma palabra escrita de manera correcta e incorrecta. El término que más se repite es “exministro”, que debería estar escrito como “ex ministro”. Eso lo he visto en prácticamente todos los periódicos que leo de vez en cuando, desde los locales hasta los nacionales de gran tirada como El Mundo o El País. En este último encontré publicados el mismo día varios artículos escritos por diferentes periodistas donde aparecía lo siguiente: exdirector, excancilleres, exasesor y expresidente. Para aclararlo diré que sólo hay que separar la partícula “ex” de la palabra para que sea correcto: ex director, ex cancilleres, ex asesor y ex presidente. (NOTA: ver la entrada del día 19 de noviembre de 2011 sobre la modificación de esta regla que ha hecho la Real Academia).

Se está acercando la hora del almuerzo, lo cual significa que me sentaré delante del televisor para seguir las noticias. A ver qué sorpresas lingüísticas me encuentro hoy que me hagan gritar desesperada. Y mi marido, con su sorna habitual, me dirá aquello de “no te oyen”; y yo insistiré en mi deseo obsesivo: “Pues ojalá me oyeran”.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Háblame en cristiano

Acabo de leer que el “Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha dado un plazo máximo de dos meses al Departamento de Enseñanza de la Generalitat para que modifique el sistema educativo con el fin de implantar el castellano como lengua vehicular en las escuelas, junto al catalán”. La aparente urgencia no es tal si tenemos en cuenta que ya se había dictado sentencia al respecto hace más de ocho meses. Por lo visto, ante las quejas de algunos padres, el Tribunal reconoció el derecho a que el español, o castellano, sea usado de manera “equitativa en relación con el catalán en todos los cursos del ciclo de enseñanza obligatoria". De este modo la lengua española no quedaría reducida a una simple asignatura, que es lo que ha venido ocurriendo desde hace tiempo. Esto hizo que uno de los nacionalistas catalanes más acérrimos considerara en su día la medida como “un ataque sin precedentes” (http://www.elpais.com/, 22/12/2010).

Para ataque el que me da a mí cada vez que pienso que los catalanes se empeñan en arremeter contra la democracia alegando un derecho que sólo ellos ven. ¿Por qué yo, siendo española y teniendo el español como lengua oficial del estado, tengo que saber catalán obligatoriamente si quiero viajar a Cataluña? Alguien dirá que no es cierto, pero yo responderé de inmediato que me consta, porque he estado en Barcelona y lo he sufrido, que la mayoría de los carteles oficiales, si no todos, así como carteles publicitarios, folletos informativos, calles, mapas, nombres de establecimientos públicos y estatales y un larguísimo etcétera están escritos única y exclusivamente en catalán. Es verdad que cuando entraba en algún lugar y me dirigía a alguien en español, se me contestaba en español. ¿Pero por qué tengo que contar esto como si fuera una maravillosa anécdota y además sentirme eternamente agradecida de que me hayan hablado en español estando yo en España?

Por lo visto los colegios y centros educativos de Cataluña envían las comunicaciones y cartas en catalán a los padres, como si éstos tuvieran la obligación de saber dos lenguas cuando su único deber, según la Constitución, es conocer la lengua española. Todo el mundo sabe que el catalán también es lengua oficial en esa Comunidad Autónoma, pero quisiera insistir en el vocablo “también” que está muy lejos de la connotación de exclusividad que pretenden otorgarle los nacionalistas catalanes.

Yo soy ferviente defensora de que la gente hable todas las lenguas posibles, de que aprendan más de una desde la infancia, que es cuando mejor se asimilan; abogo por el uso del español como lengua oficial y de todas las demás lenguas del estado y de fuera de él que un individuo sea capaz de utilizar. Me parece un lujo que alguien sepa hablar español y además catalán, o gallego, o vasco; si por añadidura sabe hablar portugués, o inglés o swahili, mi admiración es aún mayor. Creo que es enriquecedor que alguien sepa hablar más de una lengua y, sobre todo, que conozca más de una cultura. Entonces, ¿por qué ese empeño en eliminar el español? ¿Quién les ha otorgado a los catalanes el derecho de negarles a los españoles el uso y disfrute de su lengua en su propio país? ¿Por qué si yo quiero dar clases en Cataluña, o en el País Vasco, o en Galicia, por ejemplo, tengo que dominar obligatoriamente la lengua de esa comunidad para ser admitido en un centro de enseñanza pública obligatoria? ¿Por qué tengo que saber catalán para dar clases de lengua y literatura españolas en mi propio país? ¿Acaso esto no va contra mis derechos constitucionales?      

Lo que ocurrió en este país durante cuarenta años fue una aberración, un crimen que no debería repetirse nunca más. Sabemos que por culpa del afán de imperialismo las lenguas vernáculas se vieron relegadas a un segundo plano con respecto al castellano; peor aún, fueron perseguidas, desterradas, casi asesinadas. Se castigaba a quien usara una lengua que no fuera la del Estado, y el castigado, a veces callado y otras maldiciendo, iba acumulando cada vez más odio hacia su represor. Cuando la democracia enterró aquel pasado abominable, las lenguas vernáculas pudieron salir de su escondite y ser usadas sin tapujos, pero no acribillando el castellano, sino añadiéndose a la que es lengua oficial del Estado. Muerto el perro, se acabó la rabia, o debería haberse acabado. Sin embargo, hay gente que se empeña en implantar la autocracia, por más anacrónico que sea.

Igual que considero demencial la defensa del imperialismo lingüístico del español, me parece un desvarío muy peligroso la paranoia obsesiva de ciertas Comunidades respecto al uso de su lengua autonómica. ¿Cómo es posible que después de padecer tanto tiempo el caudillaje de unos desequilibrados se levanten ahora los que fueron sus víctimas para imponer una dominación similar? No se puede defender la dictadura lingüística de una comunidad y disfrazarla de derecho democrático. Seamos serios, que la transustanciación aquí no tiene cabida: el pan sólo puede ser pan y el vino sólo vino.

sábado, 9 de julio de 2011

Contra hipocresía, sinceridad

Me resulta muy difícil definir conceptos abstractos, da igual que se refieran a aspectos positivos o negativos. Usar sinónimos para explicar esas palabras puede ser útil, pero a veces los sinónimos se interpretan de manera diferente según convenga. A mí me fastidia mucho el uso que se hace habitualmente del término diplomacia y sus derivados. Si busco en el diccionario de la Real Academia, el DRAE que de tantos apuros me saca, las primeras dos acepciones que aparecen son “Ciencia o conocimiento de los intereses y relaciones de unas naciones con otras” y “Servicio de los Estados en sus relaciones internacionales”.

Hasta aquí, bien; eso es aplicable a las situaciones en las que vemos a diario a los representantes políticos de cada país, tratando siempre de mostrarse cordiales y estupendísimos con sus homólogos. ¿Y qué pasa cuando el individuo al que acabas de saludar es un dictador, un criminal que viola todos los derechos humanos de sus ciudadanos-súbditos? Pues depende, si nos da mucho dinero a cambio de hacer la vista gorda, no pasa nada; si tiene riquezas naturales en su país de donde se pueda sacar provecho, no pasa nada; si los atropellos los comete contra gente pobre, mujeres y niños, no pasa nada. Sigamos siendo amables los unos con los otros, hipócritas hasta el vómito, perdón, quería decir diplomáticos.

Vuelvo al DRAE y me fijo en las siguientes dos acepciones que definen el vocablo diplomacia: “Cortesía aparente e interesada”; “Habilidad, sagacidad y disimulo”. O sea, que lo que hace toda esa gente se parece más a estas definiciones que a las primeras. Pero vuelvo al diccionario y busco la definición de hipocresía: “Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”; y busco también fingimiento: “Simulación, engaño o apariencia con que se intenta hacer que algo parezca distinto de lo que es”. ¡Ostras! Pero si esto parece la definición de diplomacia, ¿o no? Es que las palabras son muy traicioneras, casi tanto como los micrófonos abiertos, y si no que se lo digan a Doña Esperanza Aguirre.

Resulta que la presidenta de la Comunidad de Madrid ha vuelto a tener “un desliz”. Que sí, que se ha vuelto a despistar y, como creía que no estaba en el escenario actuando en público, dejó al descubierto una vez más su verdadera personalidad, la que muestra su “habilidad, sagacidad y disimulo”, esa que no se disfraza de “cortesía aparente e interesada”. Y conste que he puesto a Doña Esperanza como ejemplo porque es el más reciente que he visto en la prensa, pero a todos nos consta que hay un buen puñado de personajes disfrazados con la capa diplomática. ¿Cómo podrían celebrarse tantas reuniones nacionales y tantas cumbres internacionales si no estuvieran todos siguiendo el mismo libreto? Todos se saben las mismas melodías y nos sueltan las mismas cantinelas, y nosotros las escuchamos tan tranquilos porque, al final, es más fácil decir que alguien es un buen diplomático a decir que es un hipócrita, o al menos es más civilizado, que es de lo que se trata.

Me encantaría oír lo que de verdad piensan muchos de los individuos que van de diplomáticos, esos que a micrófono abierto son muy elegantes y sólo usan buenas palabras. Me encantaría escuchar las palabrotas y los insultos, como los de Aguirre, cuando no están actuando delante de una cámara. A lo mejor así los guardiolas no estarían tan lejos de los mourinhos. Sí, ya sé, casi todo el mundo prefiere oír cosas bonitas aunque sean mentira, que escuchar verdades que siempre se tachan de groserías. Que ya sabemos cómo va esto: lo importante es aparentar buenas maneras, que se nos vea caballerosos y ecuánimes, aunque estemos engañando a todo el mundo. Y si tienes “un desliz”, no pasa nada, se dan cuatro explicaciones mal colocadas y el que escucha hace como que se lo cree para que no estalle el conflicto. Más o menos lo que hace una pareja cuando uno de los miembros le es infiel al otro: se pasa por alto la tontería del desliz y se sigue adelante con la cara sonriente y aparentando la mayor felicidad del mundo.     

Cuando veo a jefes de Estado, jerarcas y otras figuras públicas fingiendo, aparentando lo que no son, no entiendo por qué no se les llama actores, por ejemplo, que es la profesión más cercana que conozco a la de usar máscaras para representar un papel. ¿O estamos más bien hablando de la noble profesión del payaso? Bueno no, porque en este caso se trataría sobre todo de hacer comedia, mientras que las situaciones a las que yo me refiero son bastante trágicas. Sin embargo, seguiremos confundiendo deliberadamente los papeles y los términos. Cuanto más miente alguien, cuanta más habilidad tiene para engañar, más cualidades se le atribuyen como negociador, como intermediario o como diplomático. No sé en qué momento la hipocresía se convirtió en diplomacia, o al revés, pero es obvio que esta sociedad nuestra tiene un grave problema si considera la mentira y la estafa como una virtud en lugar de un vicio. Y lo peor es que no hace falta subir a las altas esferas políticas para encontrar esto. Basta con mirar alrededor y darse cuenta de que el más listo siempre es el que engaña antes; el payaso tonto es siempre el engañado.

¿Y por qué entra todo el mundo en este circo? Supongo que para evitar que se venga abajo todo el teatro con sus cortinajes, sus focos, sus butacas y toda la parafernalia que nos mantiene tan unidos y tan fraternalmente felices. Erasmo lo vio muy clarito y nos lo contó en el Elogio de la locura: 

Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas como a un loco?

No podríamos hacer algo así, ¿verdad? Eso sólo se le ocurrió a Don Quijote. Es mejor seguir estrechando la mano de un criminal rico que provocar un conflicto en su cara; es mejor ser amigo del que asesina a decenas de personas cada día, con la vergonzosa anuencia de todas las demás naciones; es mejor sonreírles y darles palmaditas en la espalda a los criminales de guerra, y a los criminales de la paz, a los que predican lo que jamás cumplen, a los que se ríen de Occidente mientras hacen lo que les da la gana en Oriente, y viceversa; a los que abogan por la libertad mientras amordazan y matan a sus verdaderos paladines.

Contra el vicio de la sinceridad, la virtud de ser hipócrita. Contra la inmoralidad, el imperativo de la diplomacia.

jueves, 7 de julio de 2011

¿Dónde está el Codex Calixtinus?

Esta mañana venía en el periódico la noticia de la desaparición del Códice Calixtino, o Codex Calixtinus, un manuscrito del siglo XII de gran valor artístico y cultural que se encontraba en la Catedral de Santiago de Compostela.

El códice se abre con una carta del Papa Calixto II dirigida, entre otros, al arzobispo de Compostela, Diego Gelmírez.  El pontífice habla de los numerosos milagros realizados por Santiago y de los avatares sufridos por el manuscrito, cuya supervivencia parece en sí misma milagrosa. Dicen las malas lenguas que el papa ya había muerto por esas fechas y que la carta fue una hábil invención, otra más en medio del Camino, para otorgar mayor prestigio al susodicho manuscrito. El caso es que a continuación de la carta encontramos un libro de liturgias y sermones que da paso a una relación de milagros atribuidos al apostol Santiago, muchos de ellos tomados de otras obras medievales que circulaban por Europa. Pero no acaban aquí las joyas que contiene este tesoro robado. El libro tercero habla de la evangelización del apóstol por tierras que luego serían España, y, más importante aún, de la "traslación" del apóstol desde Jerusalén a Galicia y la colocación de su cuerpo en el sepulcro.

Lo que sigue es, por razones puramente subjetivas, todavía más interesante, ya que recoge lo que se conoce como Pseudo Turpín, otro libro que relata las historias del emperador Carlomagno en la Península, de su sobrino Roldán y de la derrota que sufrieron los franceses en Roscenvalles. Parece ser que este texto fue escrito por un clérigo francés que pretendía hacer de Carlomagno el primer peregrino de Compostela (Santiago se le habría aparecido en sueños para mostrarle el camino de estrellas que debía seguir hasta llegar a su tumba).

Lo que hay a continuación es otro libro considerado la primera guía del peregrino de Santiago que se conoce; menciona los diferentes lugares de interés para visitar a lo largo del camino y recoge consejos y advertencias sobre los peligros que se pueden encontrar los incautos fieles durante su viaje.

El códice se cierra con unos apéndices que aportan aún más riqueza desde el punto de vista musical, histórico y literario.

Cuando desayuné esta mañana con la noticia de la desaparición del códice lo primero que me vino a la cabeza fue el día que descubrí la existencia de tal manuscrito. Luego recordé las numerosas horas de clase dedicadas a aprender cosas sobre él, las enseñanzas de mis profesores en la Universidad de Texas en Austin, las discusiones con mis compañeros americanos, tan interesados como yo en desentrañar misterios escritos hace siglos y desenterrar cadáveres apergaminados de personajes que muchas veces ni siquiera existieron. Y sentí nostalgia de aquella época de textos fundacionales, de cafés aguados, de donuts y cookies, de arroz chino barato, de ojeras diarias y de cigarrillos nocturnos; eché de menos la sensación de querer conquistar mundos que en realidad ya estaban conquistados. Y luego pensé que yo nunca había visto ese manuscrito y que seguramente nunca lo vería, pero me entró cierta inquietud al pensar que quizás nunca regrese a la caja fuerte donde reposaba, ajeno al espectáculo que lleva siglos desarrollándose al otro lado de su guarida.

¿Dónde estará el Codex Calixtinus? ¿Quién se lo habrá llevado? Unos dicen que ha sido una banda organizada, otros que un coleccionista. Si han sido profesionales, no sé dónde van a colocar semejante joya sin que salten las alarmas. Si ha sido idea de un coleccionista (¿podría haber sido una mujer?), me pregunto por qué hay gente que se empeña en poseer objetos que acaban en un sarcófago particular, en un acto completamente egoísta de niño malcriado que se niega obstinadamente a compartir sus juguetes. De repente se me vienen a la cabeza las teorías de Freud sobre la fase anal de ciertos individuos, pero supongo que ha sido sólo un lapsus que seguramente cualquier psicólogo será capaz de analizar(me). Claro que puestos a pensar, el hecho de que el pobre códice estuviera encerrado en la Catedral de Santiago también me pone triste, porque, al final, eso se parece bastante a ser cautivo de un coleccionista que no deja que nadie lo vea ni lo toque. ¿O acaso el clero de Santiago es más generoso?

Llevo todo el día mirando las noticias cada dos por tres con la esperanza de que digan que el Códice no ha desaparecido, que alguien lo sacó en estado sonámbulo de la caja fuerte, o que alguno de sus guardianes se empeñó en enseñárselo a alguien a cambio de algo y luego se le olvidó devolverlo antes de que saliera el sol. Quién sabe, a lo mejor el apóstol milagroso lo ha extraído temporalmente para leerlo y enterarse de lo que tiene que hacer para visitar su propia tumba. Quizás Santiago, cansado de tanto frío y tanta humedad, haya salido de su sepulcro y se haya ido a tierras más calientes con el códice bajo el brazo para leerlo a la sombra de una secuoya, más alla de Finisterre, hacia occidente, que de oriente ya tuvo bastante, el pobre mártir.Y digo yo, si Santiago lee el libro y se convierte en peregrino, ¿le darán indulgencias?