domingo, 11 de septiembre de 2011

September 11th

Yo vivía en Estados Unidos. Había pasado seis años trabajando y estudiando en Austin, Texas. Después de terminar el doctorado me fui a trabajar a una universidad pequeña de Tennessee que estaba en lo alto de una montaña. Aquel día me levanté, como todos los días, a eso de las 7:30. Puse la radio, fui al baño y desayuné. Después, como todos los días, me metí en la ducha, pero, de repente, me di cuenta de que había algo que no era como todos los días. No había música en la radio; se oía hablar a un locutor atropelladamente, muy nervioso; luego oí la voz de otra persona a la que el locutor le estaba haciendo preguntas a través del teléfono; también hablaba a toda velocidad, casi gritando. Me quedé quieta escuchando atentamente y entonces oí lo que había pasado. Un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center de Nueva York a las 8:45, una hora menos en Sewanee. Era martes, 11 de septiembre de 2011. Poco después de las 8:00, (las 9:00 en Nueva York), dijeron que un segundo avión se había estrellado contra otra de las torres gemelas.

No recuerdo en qué momento se empezó a hablar de ataque terrorista, porque al principio nadie sabía qué había ocurrido ni cómo, pero casi de inmediato todo el mundo supo que algo terrible estaba ocurriendo. Me vestí, cogí mis cosas y me metí en el coche para irme a la Universidad. La radio seguía retransmitiendo información confusa, frases inconexas, gritos sordos. De pronto oí una voz casi rota que repetía una y otra vez “Oh my God, oh my God!”, y luego, “The Pentagon!”. “El Pentágono está ardiendo”. Frené de golpe y me quedé parada escuchando, sin entender qué estaba pasando, cada vez más nerviosa. Otro avión se había estrellado contra el Pentágono.

A medida que me acercaba al Departamento de español (la Facultad donde trabajaba) veía a gente corriendo de un lado a otro, grupitos de estudiantes y profesores que deberían haber estado ya camino de sus respectivas aulas. El corazón me latía muy deprisa, me temblaba todo y no era capaz de pensar con claridad. Cuando estábamos todos los colegas dentro, hablando y tratando de encontrar algún sentido a todo aquello, oímos en la radio que un cuarto avión se había estrellado en Pensilvania. Nos miramos como idiotas, asustados, haciéndonos preguntas con los ojos y sujetando la náusea en el estómago. Nadie había ido a clase; se oía a la gente corriendo y gritando por todos lados; de vez en cuando, en medio de aquella confusión, veías a alguien que se sentaba en el suelo, en los pasillos o afuera, y se echaba a llorar, de nervios, de impotencia, de desesperación.

Eran casi las 9:30. De pronto pensé que en España serían las 16:30, que ya habrían emitido el telediario. Mi madre lo habría visto, seguro. A pesar de que nunca usaba el teléfono del despacho para llamar a casa, ese día no lo pensé dos veces. Marqué el número una y otra vez; no había manera de comunicarse, había sobrecarga. Por la tarde, al llegar a casa, vi que mi madre había dejado dos mensajes preguntando si estaba bien. Para entonces, yo había conseguido contactar con mi familia llamando a Canarias. Les dije que estaba bien, pero no lo estaba. Quería irme a casa.

Me quedé en Estados Unidos un año más. Por aquellas fechas ya sabía que iba a regresar a España, pero aquel remolino desenfrenado de odio y rencor me convenció de que no quería quedarme allí. Mucha gente perdió en los ataques a sus hijos, hermanos, padres, madres, amigos, conocidos. Algunos alumnos míos también perdieron a seres queridos o a conocidos que viajaban en los aviones que se estrellaron o que trabajaban en las torres de Nueva York. Todo el mundo decía que jamás se podría haber imaginado que el fundamentalismo religioso y el ansia de control pudiera llegar a tales extremos. Mientras, yo pensaba que esa locura desproporcionada, ejecutada esta vez por islamistas estólidos, ni era nueva ni era tan ajena a nuestra sociedad como algunos pretendían. Estábamos presenciando la infame repetición de la historia, la misma demencia representada de modo distinto. Los verdugos de ahora llevaban turbantes y enarbolaban el nombre de Alá, así que el mundo occidental al unísono condenaba los atentados y calificaba la masacre como un acto de salvajismo sin precedentes. Sin embargo, todo esto no era más que una manifestación diferente de la misma monomanía. Puede que Alá, Dios, Yahvé o Jehová usen distinta máscara, pero todos sabemos que llevan el mismo collar. El respeto al pluralismo ideológico y religioso queda muy bonito de cara a la galería, para la foto de grupo; de puertas adentro, el dios más grande es el que más fuerza tiene.

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